Las vacaciones de Navidad 2019-2020 serán inolvidables por diversas cuestiones, por el reencuentro familiar con mi mujer y el placer de poder compartir un nuevo viaje con ella y con mi hijo, por tener la oportunidad de profundizar en nuestra relación y conocimiento de una tierra tan maravillosa como Colombia, por disfrutar la aventura de conducir por otro país y aprender otras formas de entender la vida y las relaciones humanas, por confirmar que no estamos tan lejos los unos de los otros y que no hay peores sentimientos que los generados por el desconocimiento, la desconfianza y la soberbia.
El viaje dio inicio el 17 de diciembre, pero nada hacía presagiar lo que se convertiría en un via crucis tormentoso que pondría a prueba como nunca mi paciencia y la de mi hijo. De entrada, y de forma excepcional, escogimos el taxi como medio de transporte para suavizar el impacto que representaban las 6 maletas que debíamos llevar con nosotros, alguna de ellas llena de regalos para la familia y los amigos que nos estaban esperando en destino. Salimos finalmente a las 6 de la mañana, excitados por lo que se avecinaba, pero sin esperar que tras un trayecto relajado y rápido que nos dejaría puntualmente en la terminal 1 del aeropuerto, después de facturar con American Airlines y librarnos de las pesadas maletas, y una vez superados los controles de equipaje, pasaporte y la tediosa pero obligada espera en la zona de embarque, nos esperarían dos sorpresas mayúsculas y desagradables. En primer lugar, cuando todo indicaba que nos disponíamos a abordar, la megafonía de la puerta de embarque nos comunica que el vuelo ha sido cancelado por problemas mecánicos en los baños del avión; en segundo lugar, nos anuncian que no hay motivo para preocuparse, puesto que al día siguiente, a la misma hora, el avión estará reparado y en perfectas condiciones para realizar el trayecto, y que mantendremos nuestras plazas en el mismo, por lo que mientras tanto nos alojarán en un hotel de cuatro estrellas cercano al aeropuerto en el que podremos descansar y esperar cómodamente. Visto lo visto, nos retiramos con fastidio, pero con cierta tranquilidad por tener el vuelo asegurado para el día siguiente; cuando una vez en el hotel, luego de hora y media de cola para registrarnos y acceder a nuestra habitación, nos dicen que tenemos que llamar a un número de American Airlines para confirmar la plaza en el vuelo del día siguiente, comienza a crecer en mi mente una creciente incertidumbre y sospecha de que las cosas no estaban tan claras como parecían...
Efectivamente, cuando por fin consigo comunicar con una operadora de la compañía aérea, mi frustración y, porqué no, mi cabreo fueron in crescendo, porque resulta que todo había sido una vergonzosa y humillante mentira para sacarnos del aeropuerto sin protestas ni alborotos; no había vuelo al día siguiente, seguramente necesitaban el avión para otra operación más jugosa y nos habían dejado en tierra sin más escrúpulos, y como premio final un engaño colectivo con nocturnidad y alevosía. Dos horas, ni más ni menos que dos horas de conexión telefónica para conseguir que nos colocaran en una combinación de vuelos surrealista con la compañía Latam: la salida quedaba para el día siguiente a las 16 horas, con destino ni más ni menos que a Lima, a donde llegaríamos por la noche, con obligación de pernocta en la capital peruana, para al día siguiente, bien temprano, desandar el camino hasta Bogotá, y, por último, coger un último avión con destino a nuestro objetivo final, Medellín, ciudad a la que finalmente llegaríamos a la noche de otro día...
Como os podéis imaginar, esa noche de hotel en Barcelona, a 18 kilómetros de casa, estuvo sumida en el cansancio, la frustración e, incluso, la rabia por el trato recibido, desde mi punto de vista totalmente vejatorio, pero también totalmente permitido en un mundo en el que aerolíneas, operadoras de telefonía, aseguradoras, bancos, etc. se permiten manipular la legalidad y la realidad y estafar sin tapujos a la ciudadanía, conscientes de su poder e impunidad en la sociedad capitalista actual.
Bueno, dejaremos el lamentable episodio atrás y seguiremos con la historia que nos ocupa, porque curiosamente a continuación sucedió algo que nos impactó como si hubiéramos superado una travesía por el desierto y estuviéramos llegando a un idílico oasis, y fue que al día siguiente, recién llegados de nuevo al aeropuerto, por suerte a una hora temprana (ya no nos fiábamos de nada ni de nadie), el personal de Latam nos recibió con la mejor de las noticias, y es que se habían compadecido de nosotros, pobrecitos, y viendo la combinación de vuelos tan horrible que nos había quedado, habían negociado por su cuenta con Avianca para conseguirnos un trayecto con cara y ojos, por lo que nos comunicaron que teníamos que facturar inmediatamente en dicha compañía y acceder lo antes posible a la puerta de embarque, porque disponíamos de plaza en un vuelo directo a Bogotá que despegaba a las 14 horas (dos antes del vuelo previsto inicialmente), y luego allá conexión de hora y media para salir en dirección a Medellín. Espectacular!! No sé cuantas veces le di las gracias al responsable del personal auxiliar de Latam, que se portó con nosotros de maravilla, y nos pusimos en marcha para estar a punto en cuanto llegara la hora de abordar e iniciar el vuelo camino de Bogotá. Tal y como prometía, el trayecto mencionado fue de fábula, y es que encima nos tocó asiento en la zona de salida de emergencia del avión, la cual, con la anchura que las caracteriza, nos facilitó un extra de comodidad nunca suficientemente agradecido.
Nada mejor para despertarnos del sueño que a modo de espejismo había inundado nuestro ser, que llegar a Bogotá y encontrarnos con la cola kilométrica de inmigración, la cual nos devolvió la cuota de ansiedad que pensábamos haber dejado atrás en Barcelona. No puedo sino haceros partícipes de mi desencanto para con la organización y la flexibilidad del personal del aeropuerto colombiano, desorganización y rigidez habría que decir, que cual germánicos cuadriculados no dejaban de negar cualquier tipo de atención a los/as viajeros/as desesperados/as por adelantar posiciones en su afán por llegar a tiempo a sus conexiones... No hay diferencias, es una única cola para todo el mundo, no paraban de decir a diestro y siniestro, cuando lo más fácil y eficiente, y eso sí para todo el mundo, hubiese sido filtrar a la gente a partir de un par o tres filas diferentes en función de la urgencia o, como mínimo, de quien se quedaba en Bogotá o debía seguir viaje y tenía la necesidad de acceder a una nueva puerta de embarque. Esto hubiera aligerado de forma sorprendente, para empezar, la ansiedad del personal y de los/as viajeros/as, y, para continuar, lo que vino a continuación, el cabreo monumental y justificado de demasiadas personas, entre las cuales nos encontrábamos, por la pérdida de su siguiente vuelo, el despiste generalizado entre el personal del aeropuerto y de la aerolínea, que contaminados por el nerviosismo general no atinaban a informar ni a atender correctamente a las vociferantes personas, entre las cuales también nos encontrábamos, que reclamaban con razón sus derechos...El desastre fue mayúsculo, y aún tuvimos que esperar 3 horas en una nueva cola, hasta la 1 de la mañana, reventados como estábamos, para conseguir que nos ubicaran en otro vuelo a Medellín que salía a las 7 horas de la misma madrugada; suerte tuvimos, en comparación con el infortunio de otra gente, de que nuestro destino disfrute de una especie de puente aéreo con Bogotá muy transitado y, por tanto, con numerosos vuelos diarios. Dada la hora del siguiente y último trayecto, decidimos quedarnos en el aeropuerto y no tentar la suerte de nuevo, por si de nuevo se nos volvía esquiva, y nos dispusimos a dormitar como buenamente pudimos en los sillones de la zona general de embarque. Al amanecer del siguiente día, por fin, salimos y llegamos a Medellín, la ciudad de las flores, en donde nos esperaba mi preciosa y añorada esposa, que nos recibió, como siempre, con todo el amor del mundo, aunque me temo que tanto Nil como yo estábamos más cerca de la cama que de disfrutar del espléndido día y de la magnífica compañía.
Para empezar nuestra relación con Colombia, una vez disfrutado el reencuentro con los familiares y amigos de Medellín (aquí toca un recuerdo para Oscar, nuestro querido anfitrión en la ciudad), cogimos el coche de Miryam, la hermana pequeña de Luz, y nos encaminamos directos hacia Riosucio, a visitar a su familia, madre y hermanos, y a pasar unos días de descanso bien merecido rodeados de un ambiente relajado, de un paisaje espectacular y de un clima privilegiado. Entre paseos, excursiones y comidas en fincas de recreo, pasaron un día detrás de otro... Posteriormente nos dirigimos de nuevo a Medellín, para preparar e iniciar la ruta en coche que habíamos programado por el norte de Colombia. Antes, disfrutamos de una jornada estupenda en compañía de Guillermo y Estela, que nos abrieron las puertas de su acogedora casa para oficiar el reencuentro con amigos tan apreciados como ellos mismos y Helena, otro peso pesado en nuestro corazón.
Una vez a punto el coche y el equipaje, nos pusimos en marcha; en primera instancia debíamos salir de Medellín, algo no precisamente fácil, pues era imprescindible coger una carretera de montaña que saliendo por Bello nos permitiera franquear el valle y llegar a Yarumal, punto más alto en el camino y pueblo de nacimiento de Miryam, para luego ir bajando y seguir hasta nuestro destino en esa primera etapa, Montería, ciudad que, como su nombre indica, es capital de zona caballista, rodeada de amplios campos y numerosas granjas y centros hípicos. En todo caso, así contado parece fácil, pero ni por asomo, el camino fue complicado, incluso diría duro, lleno de situaciones de riesgo por una carretera que en España, por estrechez y curvas, sería considerada de montaña, pero que allí es una de las vías de comunicación principales de la zona norte del país, por la que circulan todo tipo de vehículos, camiones incluidos, y por la que la lentitud en el caminar induce a muchos a saltarse todas las normas, lógicas y prudencias en el adelantamiento y poner en riesgo sus vidas y las de los que puedan encontrarse alrededor en aquellos momentos. Más de una situación complicada tuvimos que solventar, siempre con todos los sentidos en alerta máxima, pero sobre todo hubo una que nos puso los pelos de punta, cuando descendiendo el puerto de Yarumal, al girar en una curva cerrada, nos encontramos de frente, a pocos metros de distancia, con un autobús que venía adelantando a un camión, los dos en paralelo y, por suerte, a poca velocidad, debido a que circulaban en el sentido de subida, porque tuve el tiempo justo para dar un volantazo y salirme al andén, milagroso andén en el lado exterior de la calzada, con valla sobre el peligroso precipicio... Después del susto aumentamos si cabe las precauciones, sin dejar por ello de conducir de forma dinámica, en armonía con el modus operandi colombiano, porque otra cosa hubiera sido un suicidio. Por fin, tras 9 horas y unos 400 kilómetros de camino, llegamos a Montería. Aquí no acabó nuestra aventura, porque al llegar al hotel nos encontramos con que habían anulado nuestra reserva, realizada 40 días antes, para poder dar respuesta a una demanda de aquel mismo día, lo que se dice mejor pájaro en mano que ciento volando ... Acabamos denunciando la situación en la policía turística, la cual, después de abrir expediente al hotel, nos acompañó muy amablemente a otro sito en la misma zona e indudablemente de mayor calidad.
Después de una noche de descanso muy necesaria, dimos un paseo matinal por el centro colonial de Montería, con numerosas y acogedoras casitas blancas, una bonita catedral y un río rodeado de una vegetación exuberante, en donde ya se apuntaba la concentración humana que nos íbamos a encontrar en Cartagena y Santa Marta, debido a que el periodo navideño son las vacaciones principales de los colombianos, y las multitudes se encuentran por doquier, aún más, como es lógico, en zona turística.
Llegó el momento de retomar nuestra andadura en dirección a una de las paradas estrella del viaje, Cartagena de Indias, a la cual llegamos después de algo más de cinco horas de trayecto, francamente más tranquilo que el de la jornada anterior. Arribamos ya con el sol ocultándose en el horizonte, y nos zambullimos sin pensarlo mucho en una marabunta de coches y motos que asustaría al conductor más avezado; los carros, porque en mi vida se me habían colocado tan cerca de mi propio vehículo, a escasos tres dedos por cada lado, lo cual, unido a lo agresivo de la conducción en el país, no auguraba nada bueno para la salud de la pintura de nuestro coche; las motos, porque circulaban en enjambres desorganizados que invadían la calzada de repente por ambos lados, por delante y por detrás, sin casco y muchas de ellas sin ni siquiera luces, y te obligaban a mantener la máxima atención para evitar cualquier incidente desagradable. A pesar de todo, milagrosamente, llegamos sanos y salvos a destino, un hostal a poca distancia de las lindes de la ciudad histórica, lo que nos permitiría dar descanso al vehículo a motor y disfrutar paseando de una maravilla arquitectónica de primer orden.
Efectivamente, alojé el coche en un taller mecánico de la zona, recurso que me facilitó el propietario del hostal, después de informarnos de que allá no era buena idea dejarlo aparcado en la misma calle, y nos dispusimos a dar una primera vuelta por la bella Cartagena...Bella, sin duda, e incluso lo podría decir con mayúsculas, pero siempre en referencia a la ciudad antigua, porque la mayor parte de la urbe que se ha desarrollado puertas afuera de la misma no se puede comparar en absoluto, más bien todo lo contrario, una aglomeración excesiva y poco cuidada de casas y, en muchos casos, chabolas, donde se respira una pobreza que contrasta con el lujo de las calles señuelo de la Cartagena original, con comercios y restaurantes espléndidos y precios también al mismo nivel, y de los grandes hoteles del paseo marítimo; la, por desgracia, predominante desigualdad colombiana y, de hecho, latinoamericana, se observa en esta y otras ciudades importantes mejor que en cualquier otro espacio del territorio. En todo caso, decir que las calles cartageneras, las viejas, sus preciosas casas coloniales, sus edificios y monumentos históricos, sus espléndidas murallas y su contagioso ambiente festivo, bien merecen la visita. Como aderezo final, un acercamiento a la isla de Barú, a su Playa Blanca, por aquello de pasar un día playero como mandan los cánones, y en una playa menos concurrida y más natural que las de la propia Cartagena, aunque en última instancia nos dimos cuenta de que la temporada no daba margen a la tranquilidad, y que allá donde fuéramos íbamos a encontrar multitud de visitantes, de transeúntes y, por cierto, de vendedores ambulantes (inacabables y pegajosos a morir...).
A vueltas de nuevo con la carretera, en ruta hacia Taganga, presunto pueblo de pescadores paradisiaco por encontrarse entre el mar y el parque natural de Tayrona, vergel selvático que pretendíamos admirar desde bien cerca, fuimos adentrándonos poco a poco en el territorio de otra zona turística por excelencia, Santa Marta, famosa por su ambiente y sus playas. Taganga era la alternativa a explorar en lugar de la opción típica de alquilar un apartamento o meternos en un hostal en el centro de Santa Marta o en Rodadero, al lado de la playa más grande y conocida de los alrededores, y alegremente nos dirigimos a ese pueblecito que últimamente estaba siendo objeto de una promoción turística realmente destacable. La carretera que nos llevó hasta allí no aventuraba nada siniestro, colgada de unos montes que a modo de acantilados caían de forma espectacular sobre el océano, y facilitando unas vistas maravillosas de un horizonte natural y marino en comunión absoluta; una vez entramos en el pueblo, desde lejos similar a cualquier pueblecito de pescadores de la Costa Brava, por poner un ejemplo, sito encima de una pequeña bahía, a continuación de una calita bien bonita, nos encontramos con unas calles polvorientas, en las que el asfalto brillaba por su ausencia, ocupadas a pleno día por algunos personajes de dudosa procedencia y proyecto de vida, y fuimos a parar a nuestro hostal de destino, en frente mismo de la cala y el mínimo paseo marítimo que la separaba de las primeras casas. Una vez instalados y dada la primera ojeada al lugar, nos pusimos a charlar con la propietaria del hostal, muy sincera ella, pero no muy ducha en comercio y marketing (bien, en castellano puro sería más correcto decir mercadotecnia), la cual nos soltó así de buenas que mejor nos moviéramos desde el hostal a la playa y de la playa al hostal, porque el resto de caminos, y no digamos los senderos que rodeaban el pueblo y subían a los montes aledaños, estaban llenos de salteadores a cuchillo ... No hizo falta mucho más, Luz y su hermana se miraron un momento y acto seguido nos dijeron a Nil y a mi que mejor pagábamos la primera noche y nos íbamos con el cuento a otra parte, a buscar finalmente el típico alojamiento turístico en Santa Marta, en un ambiente cargado de gente, música y ruido, pero aparentemente más seguro. Dicho y hecho, volvimos a cargar las maletas en el coche y a desandar nuestra ruta de vuelta a la principal población de la zona, a donde llegamos ya de noche y con un hambre desatada, primera cuestión que solucionamos con una cena más que copiosa y apetitosa en una de las calles colindantes con la playa de Rodadero, toda ella plena de comercios y restaurantes tradicionales. Posteriormente dedicamos el resto de la jornada a buscar habitación en uno de los múltiples hostales de la zona, tarea nada fácil dada la alta demanda de esos días, pero que finalmente cumplimos con éxito tanto desde el punto de vista económico como de ubicación y comodidad.
Pasamos tres días relajados y estupendos, disfrutando de la playa y de la buena comida, durante los cuales cabría resaltar especialmente la noche de fin de año en un restaurante con música en vivo en el centro histórico de Santa Marta, velada a recordar por lo exquisito de la cena, por la excelente calidad del grupo de música cubana que hizo el deleite de propios y extraños, y por el ambiente festivo y acogedor del local y del Parque de los Novios, que así se llama la plaza más visitada y ociosa de dicho centro histórico.
Una vez más nos pusimos en camino, en esta ocasión dirigiendo el coche hacia un paraíso natural llamado Parque Tayrona, punto llamado a ser culminante en nuestro viaje, y que todos aguardábamos con grandes expectativas. Después de un par de horas de conducción por una carretera reseñable tanto por la calidad de la misma como por la belleza del territorio en el que se adentra, y que durante más de la mitad del trayecto nos ofreció unas vistas selváticas espesas y espectaculares, llegamos a una zona especialmente atractiva, un paraje verde y envolvente al ladito mismo de la entrada oficial al parque natural, lugar en donde se ubicaba nuestro nuevo hostal, recién estrenado, pequeño, bonito y perfectamente mimetizado con el entorno. El tiempo que pasamos allá fue el más lindo de nuestra larga excursión por el norte de Colombia, nos encantó el alojamiento, su funcionalidad (que terraza más acogedora, con todo lo necesario para relajarte y llenar los sentidos con los sonidos y sensaciones de la naturaleza que te rodea) y la amabilidad de su propietario y de la chica que atendía a los huéspedes; nos encantó, como no, la selva verde y espesa que invade el valle, los montes aledaños y que se extiende casi hasta la orilla del mar, dejando una franja intermedia entre ambos para que sea ocupada por una arena blanca y fina que conforma unas playas espectaculares, deliciosas en todos los sentidos, no solamente en su belleza natural, sino también en su lejanía del mundanal ruido y en un clima perfecto, templado pero alejado al mismo tiempo de los calores húmedos y extenuantes de la costa que acabábamos de dejar atrás. La playa que hizo nuestras delicias, justo enfrente del hostal, a solo 150 metros de camino selvático, se llama Playa de los Naranjos, sita entre Tayrona y Sierra Nevada, en la linde común de cuyos departamentos nos encontrábamos, ya no muy lejos de la frontera norte entre Colombia y Venezuela.
Después de disfrutar todo lo que pudimos y más del entorno descrito, con mucho pesar tuvimos que reanudar nuestra andadura, ya para iniciar lo que sería la etapa final del viaje, que se podría resumir en muchos kilómetros de conducción por una altiplanicie verde e inacabable, en una parada de descanso en Aguachica, extenso poblado de casitas humildes y no tan humildes, en donde pudimos cenar y pernoctar a gusto, y en una nueva etapa de conducción que nos llevó de la carretera estupenda, prácticamente autovía, que nos había acompañado hasta entonces a las vías de montaña típicas de los alrededores de Medellín, mediante las cuales iniciamos el acercamiento a la ciudad, retornando al punto de partida, Sabaneta, ubicación del apartamento de nuestro amigo Óscar.
A todo esto, sin comerlo ni beberlo, ya habíamos consumido la mayor parte de nuestro viaje por Colombia, siendo ya 4 de enero cuando nos encontramos de vuelta en tierra paisa, con ganas de apurar los últimos tragos de la estancia. En primer lugar, como no podía ser de otra manera, nos pasamos de nuevo por Riosucio, un par de días, para despedirnos de la familia como Dios manda. Un estupendo día de finca campera, comiendo buen pescado frito, y una excursión a Buga, el hogar del Señor de los Milagros, ciudad que alberga la basílica de ese nombre, en honor a la imagen sagrada de Cristo a la cual se le imputan hechos milagrosos que justifican las peregrinaciones habituales y multitudinarias que inundan periódicamente el centro urbano de la población. Allá llevé a Marina, la madre de Luz, a que cumpliera con su particular rito de veneración a la figura mencionada, y pasamos un día peculiar rodeados de edificios y personas religiosas.
Por último, antes de iniciar los preparativos para la vuelta a casa, tuvimos el gusto de compartir una jornada especial con Helena, que nos invitó a realizar un recorrido en coche por un lugar encantador, Guatapé, municipio turístico con diversos atractivos, el primero de ellos con origen en el embalse que inunda sus valles y que da a su paisaje una singular ensoñación basada principalmente en los numerosos meandros generados por sus múltiples hondonadas entre suaves colinas, muchas de ellas ocupadas por fincas de lujo con muelle para embarcación particular. Una vez en el pueblo pudimos admirar sus casitas coloniales de variados colores, otro de sus signos distintivos, y también, como no, experimentar la subida a la Piedra del Peñol, roca gigante de granito con una larga y zigzagueante escalera que te conduce a su cima después, eso sí, de superar 705 escalones, para que puedas disfrutar de unas espectaculares vistas panorámicas.
Después de este broche de oro no pudimos encontrar más excusas para alargar la estancia, así que Nil y yo tuvimos que despedirnos de nuevo de Luz y volver a casa y a nuestras obligaciones rutinarias, sabiendo que en un breve lapso de tiempo volveríamos a estar todos felizmente reunidos.
Por cierto, solamente añadir que el viaje de vuelta no deparó ningún tipo de incidencia ni contrariedad similares a las de la ida, y el trayecto Medellín-Miami-Barcelona fue absolutamente armónico, lo cual seguramente hay que agradecer a la Divina Providencia... o al Señor de los Milagros, porque quizás Luz aprovechó el tiempo en Buga aun mejor de lo que pensábamos...😉
El viaje dio inicio el 17 de diciembre, pero nada hacía presagiar lo que se convertiría en un via crucis tormentoso que pondría a prueba como nunca mi paciencia y la de mi hijo. De entrada, y de forma excepcional, escogimos el taxi como medio de transporte para suavizar el impacto que representaban las 6 maletas que debíamos llevar con nosotros, alguna de ellas llena de regalos para la familia y los amigos que nos estaban esperando en destino. Salimos finalmente a las 6 de la mañana, excitados por lo que se avecinaba, pero sin esperar que tras un trayecto relajado y rápido que nos dejaría puntualmente en la terminal 1 del aeropuerto, después de facturar con American Airlines y librarnos de las pesadas maletas, y una vez superados los controles de equipaje, pasaporte y la tediosa pero obligada espera en la zona de embarque, nos esperarían dos sorpresas mayúsculas y desagradables. En primer lugar, cuando todo indicaba que nos disponíamos a abordar, la megafonía de la puerta de embarque nos comunica que el vuelo ha sido cancelado por problemas mecánicos en los baños del avión; en segundo lugar, nos anuncian que no hay motivo para preocuparse, puesto que al día siguiente, a la misma hora, el avión estará reparado y en perfectas condiciones para realizar el trayecto, y que mantendremos nuestras plazas en el mismo, por lo que mientras tanto nos alojarán en un hotel de cuatro estrellas cercano al aeropuerto en el que podremos descansar y esperar cómodamente. Visto lo visto, nos retiramos con fastidio, pero con cierta tranquilidad por tener el vuelo asegurado para el día siguiente; cuando una vez en el hotel, luego de hora y media de cola para registrarnos y acceder a nuestra habitación, nos dicen que tenemos que llamar a un número de American Airlines para confirmar la plaza en el vuelo del día siguiente, comienza a crecer en mi mente una creciente incertidumbre y sospecha de que las cosas no estaban tan claras como parecían...
Efectivamente, cuando por fin consigo comunicar con una operadora de la compañía aérea, mi frustración y, porqué no, mi cabreo fueron in crescendo, porque resulta que todo había sido una vergonzosa y humillante mentira para sacarnos del aeropuerto sin protestas ni alborotos; no había vuelo al día siguiente, seguramente necesitaban el avión para otra operación más jugosa y nos habían dejado en tierra sin más escrúpulos, y como premio final un engaño colectivo con nocturnidad y alevosía. Dos horas, ni más ni menos que dos horas de conexión telefónica para conseguir que nos colocaran en una combinación de vuelos surrealista con la compañía Latam: la salida quedaba para el día siguiente a las 16 horas, con destino ni más ni menos que a Lima, a donde llegaríamos por la noche, con obligación de pernocta en la capital peruana, para al día siguiente, bien temprano, desandar el camino hasta Bogotá, y, por último, coger un último avión con destino a nuestro objetivo final, Medellín, ciudad a la que finalmente llegaríamos a la noche de otro día...
Como os podéis imaginar, esa noche de hotel en Barcelona, a 18 kilómetros de casa, estuvo sumida en el cansancio, la frustración e, incluso, la rabia por el trato recibido, desde mi punto de vista totalmente vejatorio, pero también totalmente permitido en un mundo en el que aerolíneas, operadoras de telefonía, aseguradoras, bancos, etc. se permiten manipular la legalidad y la realidad y estafar sin tapujos a la ciudadanía, conscientes de su poder e impunidad en la sociedad capitalista actual.
Bueno, dejaremos el lamentable episodio atrás y seguiremos con la historia que nos ocupa, porque curiosamente a continuación sucedió algo que nos impactó como si hubiéramos superado una travesía por el desierto y estuviéramos llegando a un idílico oasis, y fue que al día siguiente, recién llegados de nuevo al aeropuerto, por suerte a una hora temprana (ya no nos fiábamos de nada ni de nadie), el personal de Latam nos recibió con la mejor de las noticias, y es que se habían compadecido de nosotros, pobrecitos, y viendo la combinación de vuelos tan horrible que nos había quedado, habían negociado por su cuenta con Avianca para conseguirnos un trayecto con cara y ojos, por lo que nos comunicaron que teníamos que facturar inmediatamente en dicha compañía y acceder lo antes posible a la puerta de embarque, porque disponíamos de plaza en un vuelo directo a Bogotá que despegaba a las 14 horas (dos antes del vuelo previsto inicialmente), y luego allá conexión de hora y media para salir en dirección a Medellín. Espectacular!! No sé cuantas veces le di las gracias al responsable del personal auxiliar de Latam, que se portó con nosotros de maravilla, y nos pusimos en marcha para estar a punto en cuanto llegara la hora de abordar e iniciar el vuelo camino de Bogotá. Tal y como prometía, el trayecto mencionado fue de fábula, y es que encima nos tocó asiento en la zona de salida de emergencia del avión, la cual, con la anchura que las caracteriza, nos facilitó un extra de comodidad nunca suficientemente agradecido.
Nada mejor para despertarnos del sueño que a modo de espejismo había inundado nuestro ser, que llegar a Bogotá y encontrarnos con la cola kilométrica de inmigración, la cual nos devolvió la cuota de ansiedad que pensábamos haber dejado atrás en Barcelona. No puedo sino haceros partícipes de mi desencanto para con la organización y la flexibilidad del personal del aeropuerto colombiano, desorganización y rigidez habría que decir, que cual germánicos cuadriculados no dejaban de negar cualquier tipo de atención a los/as viajeros/as desesperados/as por adelantar posiciones en su afán por llegar a tiempo a sus conexiones... No hay diferencias, es una única cola para todo el mundo, no paraban de decir a diestro y siniestro, cuando lo más fácil y eficiente, y eso sí para todo el mundo, hubiese sido filtrar a la gente a partir de un par o tres filas diferentes en función de la urgencia o, como mínimo, de quien se quedaba en Bogotá o debía seguir viaje y tenía la necesidad de acceder a una nueva puerta de embarque. Esto hubiera aligerado de forma sorprendente, para empezar, la ansiedad del personal y de los/as viajeros/as, y, para continuar, lo que vino a continuación, el cabreo monumental y justificado de demasiadas personas, entre las cuales nos encontrábamos, por la pérdida de su siguiente vuelo, el despiste generalizado entre el personal del aeropuerto y de la aerolínea, que contaminados por el nerviosismo general no atinaban a informar ni a atender correctamente a las vociferantes personas, entre las cuales también nos encontrábamos, que reclamaban con razón sus derechos...El desastre fue mayúsculo, y aún tuvimos que esperar 3 horas en una nueva cola, hasta la 1 de la mañana, reventados como estábamos, para conseguir que nos ubicaran en otro vuelo a Medellín que salía a las 7 horas de la misma madrugada; suerte tuvimos, en comparación con el infortunio de otra gente, de que nuestro destino disfrute de una especie de puente aéreo con Bogotá muy transitado y, por tanto, con numerosos vuelos diarios. Dada la hora del siguiente y último trayecto, decidimos quedarnos en el aeropuerto y no tentar la suerte de nuevo, por si de nuevo se nos volvía esquiva, y nos dispusimos a dormitar como buenamente pudimos en los sillones de la zona general de embarque. Al amanecer del siguiente día, por fin, salimos y llegamos a Medellín, la ciudad de las flores, en donde nos esperaba mi preciosa y añorada esposa, que nos recibió, como siempre, con todo el amor del mundo, aunque me temo que tanto Nil como yo estábamos más cerca de la cama que de disfrutar del espléndido día y de la magnífica compañía.
Para empezar nuestra relación con Colombia, una vez disfrutado el reencuentro con los familiares y amigos de Medellín (aquí toca un recuerdo para Oscar, nuestro querido anfitrión en la ciudad), cogimos el coche de Miryam, la hermana pequeña de Luz, y nos encaminamos directos hacia Riosucio, a visitar a su familia, madre y hermanos, y a pasar unos días de descanso bien merecido rodeados de un ambiente relajado, de un paisaje espectacular y de un clima privilegiado. Entre paseos, excursiones y comidas en fincas de recreo, pasaron un día detrás de otro... Posteriormente nos dirigimos de nuevo a Medellín, para preparar e iniciar la ruta en coche que habíamos programado por el norte de Colombia. Antes, disfrutamos de una jornada estupenda en compañía de Guillermo y Estela, que nos abrieron las puertas de su acogedora casa para oficiar el reencuentro con amigos tan apreciados como ellos mismos y Helena, otro peso pesado en nuestro corazón.
Una vez a punto el coche y el equipaje, nos pusimos en marcha; en primera instancia debíamos salir de Medellín, algo no precisamente fácil, pues era imprescindible coger una carretera de montaña que saliendo por Bello nos permitiera franquear el valle y llegar a Yarumal, punto más alto en el camino y pueblo de nacimiento de Miryam, para luego ir bajando y seguir hasta nuestro destino en esa primera etapa, Montería, ciudad que, como su nombre indica, es capital de zona caballista, rodeada de amplios campos y numerosas granjas y centros hípicos. En todo caso, así contado parece fácil, pero ni por asomo, el camino fue complicado, incluso diría duro, lleno de situaciones de riesgo por una carretera que en España, por estrechez y curvas, sería considerada de montaña, pero que allí es una de las vías de comunicación principales de la zona norte del país, por la que circulan todo tipo de vehículos, camiones incluidos, y por la que la lentitud en el caminar induce a muchos a saltarse todas las normas, lógicas y prudencias en el adelantamiento y poner en riesgo sus vidas y las de los que puedan encontrarse alrededor en aquellos momentos. Más de una situación complicada tuvimos que solventar, siempre con todos los sentidos en alerta máxima, pero sobre todo hubo una que nos puso los pelos de punta, cuando descendiendo el puerto de Yarumal, al girar en una curva cerrada, nos encontramos de frente, a pocos metros de distancia, con un autobús que venía adelantando a un camión, los dos en paralelo y, por suerte, a poca velocidad, debido a que circulaban en el sentido de subida, porque tuve el tiempo justo para dar un volantazo y salirme al andén, milagroso andén en el lado exterior de la calzada, con valla sobre el peligroso precipicio... Después del susto aumentamos si cabe las precauciones, sin dejar por ello de conducir de forma dinámica, en armonía con el modus operandi colombiano, porque otra cosa hubiera sido un suicidio. Por fin, tras 9 horas y unos 400 kilómetros de camino, llegamos a Montería. Aquí no acabó nuestra aventura, porque al llegar al hotel nos encontramos con que habían anulado nuestra reserva, realizada 40 días antes, para poder dar respuesta a una demanda de aquel mismo día, lo que se dice mejor pájaro en mano que ciento volando ... Acabamos denunciando la situación en la policía turística, la cual, después de abrir expediente al hotel, nos acompañó muy amablemente a otro sito en la misma zona e indudablemente de mayor calidad.
Después de una noche de descanso muy necesaria, dimos un paseo matinal por el centro colonial de Montería, con numerosas y acogedoras casitas blancas, una bonita catedral y un río rodeado de una vegetación exuberante, en donde ya se apuntaba la concentración humana que nos íbamos a encontrar en Cartagena y Santa Marta, debido a que el periodo navideño son las vacaciones principales de los colombianos, y las multitudes se encuentran por doquier, aún más, como es lógico, en zona turística.
Llegó el momento de retomar nuestra andadura en dirección a una de las paradas estrella del viaje, Cartagena de Indias, a la cual llegamos después de algo más de cinco horas de trayecto, francamente más tranquilo que el de la jornada anterior. Arribamos ya con el sol ocultándose en el horizonte, y nos zambullimos sin pensarlo mucho en una marabunta de coches y motos que asustaría al conductor más avezado; los carros, porque en mi vida se me habían colocado tan cerca de mi propio vehículo, a escasos tres dedos por cada lado, lo cual, unido a lo agresivo de la conducción en el país, no auguraba nada bueno para la salud de la pintura de nuestro coche; las motos, porque circulaban en enjambres desorganizados que invadían la calzada de repente por ambos lados, por delante y por detrás, sin casco y muchas de ellas sin ni siquiera luces, y te obligaban a mantener la máxima atención para evitar cualquier incidente desagradable. A pesar de todo, milagrosamente, llegamos sanos y salvos a destino, un hostal a poca distancia de las lindes de la ciudad histórica, lo que nos permitiría dar descanso al vehículo a motor y disfrutar paseando de una maravilla arquitectónica de primer orden.
Efectivamente, alojé el coche en un taller mecánico de la zona, recurso que me facilitó el propietario del hostal, después de informarnos de que allá no era buena idea dejarlo aparcado en la misma calle, y nos dispusimos a dar una primera vuelta por la bella Cartagena...Bella, sin duda, e incluso lo podría decir con mayúsculas, pero siempre en referencia a la ciudad antigua, porque la mayor parte de la urbe que se ha desarrollado puertas afuera de la misma no se puede comparar en absoluto, más bien todo lo contrario, una aglomeración excesiva y poco cuidada de casas y, en muchos casos, chabolas, donde se respira una pobreza que contrasta con el lujo de las calles señuelo de la Cartagena original, con comercios y restaurantes espléndidos y precios también al mismo nivel, y de los grandes hoteles del paseo marítimo; la, por desgracia, predominante desigualdad colombiana y, de hecho, latinoamericana, se observa en esta y otras ciudades importantes mejor que en cualquier otro espacio del territorio. En todo caso, decir que las calles cartageneras, las viejas, sus preciosas casas coloniales, sus edificios y monumentos históricos, sus espléndidas murallas y su contagioso ambiente festivo, bien merecen la visita. Como aderezo final, un acercamiento a la isla de Barú, a su Playa Blanca, por aquello de pasar un día playero como mandan los cánones, y en una playa menos concurrida y más natural que las de la propia Cartagena, aunque en última instancia nos dimos cuenta de que la temporada no daba margen a la tranquilidad, y que allá donde fuéramos íbamos a encontrar multitud de visitantes, de transeúntes y, por cierto, de vendedores ambulantes (inacabables y pegajosos a morir...).
A vueltas de nuevo con la carretera, en ruta hacia Taganga, presunto pueblo de pescadores paradisiaco por encontrarse entre el mar y el parque natural de Tayrona, vergel selvático que pretendíamos admirar desde bien cerca, fuimos adentrándonos poco a poco en el territorio de otra zona turística por excelencia, Santa Marta, famosa por su ambiente y sus playas. Taganga era la alternativa a explorar en lugar de la opción típica de alquilar un apartamento o meternos en un hostal en el centro de Santa Marta o en Rodadero, al lado de la playa más grande y conocida de los alrededores, y alegremente nos dirigimos a ese pueblecito que últimamente estaba siendo objeto de una promoción turística realmente destacable. La carretera que nos llevó hasta allí no aventuraba nada siniestro, colgada de unos montes que a modo de acantilados caían de forma espectacular sobre el océano, y facilitando unas vistas maravillosas de un horizonte natural y marino en comunión absoluta; una vez entramos en el pueblo, desde lejos similar a cualquier pueblecito de pescadores de la Costa Brava, por poner un ejemplo, sito encima de una pequeña bahía, a continuación de una calita bien bonita, nos encontramos con unas calles polvorientas, en las que el asfalto brillaba por su ausencia, ocupadas a pleno día por algunos personajes de dudosa procedencia y proyecto de vida, y fuimos a parar a nuestro hostal de destino, en frente mismo de la cala y el mínimo paseo marítimo que la separaba de las primeras casas. Una vez instalados y dada la primera ojeada al lugar, nos pusimos a charlar con la propietaria del hostal, muy sincera ella, pero no muy ducha en comercio y marketing (bien, en castellano puro sería más correcto decir mercadotecnia), la cual nos soltó así de buenas que mejor nos moviéramos desde el hostal a la playa y de la playa al hostal, porque el resto de caminos, y no digamos los senderos que rodeaban el pueblo y subían a los montes aledaños, estaban llenos de salteadores a cuchillo ... No hizo falta mucho más, Luz y su hermana se miraron un momento y acto seguido nos dijeron a Nil y a mi que mejor pagábamos la primera noche y nos íbamos con el cuento a otra parte, a buscar finalmente el típico alojamiento turístico en Santa Marta, en un ambiente cargado de gente, música y ruido, pero aparentemente más seguro. Dicho y hecho, volvimos a cargar las maletas en el coche y a desandar nuestra ruta de vuelta a la principal población de la zona, a donde llegamos ya de noche y con un hambre desatada, primera cuestión que solucionamos con una cena más que copiosa y apetitosa en una de las calles colindantes con la playa de Rodadero, toda ella plena de comercios y restaurantes tradicionales. Posteriormente dedicamos el resto de la jornada a buscar habitación en uno de los múltiples hostales de la zona, tarea nada fácil dada la alta demanda de esos días, pero que finalmente cumplimos con éxito tanto desde el punto de vista económico como de ubicación y comodidad.
Pasamos tres días relajados y estupendos, disfrutando de la playa y de la buena comida, durante los cuales cabría resaltar especialmente la noche de fin de año en un restaurante con música en vivo en el centro histórico de Santa Marta, velada a recordar por lo exquisito de la cena, por la excelente calidad del grupo de música cubana que hizo el deleite de propios y extraños, y por el ambiente festivo y acogedor del local y del Parque de los Novios, que así se llama la plaza más visitada y ociosa de dicho centro histórico.
Una vez más nos pusimos en camino, en esta ocasión dirigiendo el coche hacia un paraíso natural llamado Parque Tayrona, punto llamado a ser culminante en nuestro viaje, y que todos aguardábamos con grandes expectativas. Después de un par de horas de conducción por una carretera reseñable tanto por la calidad de la misma como por la belleza del territorio en el que se adentra, y que durante más de la mitad del trayecto nos ofreció unas vistas selváticas espesas y espectaculares, llegamos a una zona especialmente atractiva, un paraje verde y envolvente al ladito mismo de la entrada oficial al parque natural, lugar en donde se ubicaba nuestro nuevo hostal, recién estrenado, pequeño, bonito y perfectamente mimetizado con el entorno. El tiempo que pasamos allá fue el más lindo de nuestra larga excursión por el norte de Colombia, nos encantó el alojamiento, su funcionalidad (que terraza más acogedora, con todo lo necesario para relajarte y llenar los sentidos con los sonidos y sensaciones de la naturaleza que te rodea) y la amabilidad de su propietario y de la chica que atendía a los huéspedes; nos encantó, como no, la selva verde y espesa que invade el valle, los montes aledaños y que se extiende casi hasta la orilla del mar, dejando una franja intermedia entre ambos para que sea ocupada por una arena blanca y fina que conforma unas playas espectaculares, deliciosas en todos los sentidos, no solamente en su belleza natural, sino también en su lejanía del mundanal ruido y en un clima perfecto, templado pero alejado al mismo tiempo de los calores húmedos y extenuantes de la costa que acabábamos de dejar atrás. La playa que hizo nuestras delicias, justo enfrente del hostal, a solo 150 metros de camino selvático, se llama Playa de los Naranjos, sita entre Tayrona y Sierra Nevada, en la linde común de cuyos departamentos nos encontrábamos, ya no muy lejos de la frontera norte entre Colombia y Venezuela.
Después de disfrutar todo lo que pudimos y más del entorno descrito, con mucho pesar tuvimos que reanudar nuestra andadura, ya para iniciar lo que sería la etapa final del viaje, que se podría resumir en muchos kilómetros de conducción por una altiplanicie verde e inacabable, en una parada de descanso en Aguachica, extenso poblado de casitas humildes y no tan humildes, en donde pudimos cenar y pernoctar a gusto, y en una nueva etapa de conducción que nos llevó de la carretera estupenda, prácticamente autovía, que nos había acompañado hasta entonces a las vías de montaña típicas de los alrededores de Medellín, mediante las cuales iniciamos el acercamiento a la ciudad, retornando al punto de partida, Sabaneta, ubicación del apartamento de nuestro amigo Óscar.
A todo esto, sin comerlo ni beberlo, ya habíamos consumido la mayor parte de nuestro viaje por Colombia, siendo ya 4 de enero cuando nos encontramos de vuelta en tierra paisa, con ganas de apurar los últimos tragos de la estancia. En primer lugar, como no podía ser de otra manera, nos pasamos de nuevo por Riosucio, un par de días, para despedirnos de la familia como Dios manda. Un estupendo día de finca campera, comiendo buen pescado frito, y una excursión a Buga, el hogar del Señor de los Milagros, ciudad que alberga la basílica de ese nombre, en honor a la imagen sagrada de Cristo a la cual se le imputan hechos milagrosos que justifican las peregrinaciones habituales y multitudinarias que inundan periódicamente el centro urbano de la población. Allá llevé a Marina, la madre de Luz, a que cumpliera con su particular rito de veneración a la figura mencionada, y pasamos un día peculiar rodeados de edificios y personas religiosas.
Por último, antes de iniciar los preparativos para la vuelta a casa, tuvimos el gusto de compartir una jornada especial con Helena, que nos invitó a realizar un recorrido en coche por un lugar encantador, Guatapé, municipio turístico con diversos atractivos, el primero de ellos con origen en el embalse que inunda sus valles y que da a su paisaje una singular ensoñación basada principalmente en los numerosos meandros generados por sus múltiples hondonadas entre suaves colinas, muchas de ellas ocupadas por fincas de lujo con muelle para embarcación particular. Una vez en el pueblo pudimos admirar sus casitas coloniales de variados colores, otro de sus signos distintivos, y también, como no, experimentar la subida a la Piedra del Peñol, roca gigante de granito con una larga y zigzagueante escalera que te conduce a su cima después, eso sí, de superar 705 escalones, para que puedas disfrutar de unas espectaculares vistas panorámicas.
Después de este broche de oro no pudimos encontrar más excusas para alargar la estancia, así que Nil y yo tuvimos que despedirnos de nuevo de Luz y volver a casa y a nuestras obligaciones rutinarias, sabiendo que en un breve lapso de tiempo volveríamos a estar todos felizmente reunidos.
Por cierto, solamente añadir que el viaje de vuelta no deparó ningún tipo de incidencia ni contrariedad similares a las de la ida, y el trayecto Medellín-Miami-Barcelona fue absolutamente armónico, lo cual seguramente hay que agradecer a la Divina Providencia... o al Señor de los Milagros, porque quizás Luz aprovechó el tiempo en Buga aun mejor de lo que pensábamos...😉
JCMigoya, siempre es placentero leer tus experiencias de viaje es este tu blog. Haces una perfecta y real radiografía de lo que son las regiones de Colombia que visitaron. El viajero interesado en nuestro país tendrá en su contenido una guía de lo que deberá afrontar en estas tierras, además de las cosas bellas que hay para disfrutar. Admiro tu capacidad de captar y poner en prosa tus aventuras, amén del buen humor con que narras las situaciones tragicómicas (vistas a posteriori, aunque traumáticas en tiempo real). Tu lenguaje, sensibilidad y ecuanimidad, hacen que tu relato no sea subrealista. Estamos de acuerdo en que Colombia es un país de contrastes donde las desigualdades socioeconómicas se palpan por doquier, además de ser un país de regiones, no generalizable ni en su geografía ni en su gente. Me provocó risa tu remate, pues en tu ateísmo le concedes al Cristo de Buga, la buena suerte en tu viaje de regreso, aunque me atrevo a pensar que esto sí fue subrealista..... Gracias por compartirnos este blog..... es refrescante!!! Helena
ResponderEliminarMuchas gracias por tus valiosos comentarios Helena, cierto es que siempre representa un placer escribir sobre experiencias propias, vividas, disfrutadas o sufridas en primera persona, y solo espero que quienes conocéis mucho mejor que yo las diferentes dimensiones de la realidad, en este caso, colombiana no os sintáis demasiado alejados/as de mis percepciones o apreciaciones, igual que también espero no caer, al menos de manera muy flagrante, en los tópicos típicos que suelen afectar la mirada del extranjero...
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